La Navidad de un perrito abandonado


Era el primer domingo de diciembre, y yo me pregunté si era verdad lo que estaba viendo.

Un automóvil se detuvo, se entreabrió una puerta trasera y alguien hizo bajar a un perrito muy inquieto.

“¡Bájate Pulquete!”
, ordenó una voz desde el interior. El pobre animalito quedó desconcertado cuando el automóvil se alejó a toda velocidad. Me partió el corazón verlo correr desesperado detrás del vehículo. Pulquete tendría unos seis o siete meses; menudito, de patas largas y pelo corto color canela, exhibía una oreja negra de llamativo contraste. No volví a verlo hasta mucho después, pero imagino que esa noche, agotado y tembloroso, durmió acurrucado en el primer agujero que encontró.

Por la mañana comenzó a buscar a sus dueños. Ese día no comió y apenas bebió un poco de agua estancada. Creo que los días y las noches se le hacían interminables.

A las dos semanas ya se veía flaco y decaído, aunque se le podía reconocer fácilmente por su orejita negra.

Como es muy joven, creo que comenzó a olvidar a quienes lo arrojaron a la calle. Tal vez recuerda vagamente un patio soleado donde retozaba despreocupado. Pero hoy no sabe qué le pasa, pero tiene hambre y mucho miedo porque otros perros callejeros le ladran, la gente lo echa de las veredas y cuando cruza las calles, unos artefactos rugientes se le vienen encima. Pero a pesar de todo, Pulquete siente una irresistible atracción por las personas. Cuando descubre que alguien lo mira compasivo, se le acerca tímidamente con la cabeza gacha y ojos que imploran una caricia. Pero, invariablemente, esa persona que se detiene misericordiosa, endurece la mirada y sigue su camino, no vaya a ser que el pobre animal se le adose y la siga.

Diez días después de presenciar aquel acto incalificable, nuestro perro Budy, un maravilloso lanudo grandote y bonachón, de cuatro años de edad, escapó debido al susto los cohetes, y se perdió. Lo buscamos días enteros por el barrio y por las calles de la ciudad, pero nuestro querido Budy no apareció. Tomás, nuestro hijo de ocho años, estaba desconsolado; nunca lo habíamos visto tan afligido. Se acercaba la Navidad y todo hacía presagiar que la íbamos a pasar con mucha tristeza.




Budy se había alejado mucho de su casa. Cuando se le pasó el susto seguro intentó regresar, pero caminó en sentido contrario y terminó en un mundo desconocido y ruidoso: el centro de la ciudad. Durante días y noches debe hacer corrido desesperadamente buscando a su familia, hasta que el desaliento y el cansancio detuvieron su atolondrada carrera. Su mirada vivaz se apagó y su abundante pelaje pronto fue una maraña sucia y enredada.

Un día que llovía copiosamente, el pobre Budy trotaba pegado a la pared buscando algún sitio donde guarecerse cuando se topó con un cachorro flaco, asustado y empapado que se detuvo y lo miró con curiosidad. Era el débil Pulquete, al que ya se le contaban las costillas. Él y el corpulento y greñudo Budy, se quedaron estáticos bajo el aguacero observándose con expectación. Pulquete, con sus orejitas paradas, movió tímidamente la cola y Budy se le acercó para olerlo. Enseguida se hicieron amigos y ya no se separaron en su vagabundeo. El pequeño seguía al grande a todas partes, buscaban comida juntos y en las noches frescas se daban calor pegaditos uno con otro. Budy seguía con su idea fija de localizar su casa, obsesión que sólo olvidaba temporalmente cuando se divertía con Pulquete en el novedoso juego de perseguir automóviles y motocicletas.

Llegó el 24 de diciembre. Hacía ya catorce días que se había perdido nuestro perro, y desde entonces, Tomás casi no hablaba ni se interesaba por nada. Mi esposa y yo, preocupados por tan prolongada apatía, decidimos llevarlo a la Misa del gallo, que se celebraba a las diez de la noche en la Catedral. No sé cómo se nos ocurrió la idea, pero esa misma noche, al terminar la ceremonia, cuando todavía vibraban en nuestros corazones los conmovedores acordes del Gloria in excelsis y los ángeles aún aleteaban sobre nuestras cabezas, comprobamos que aquella decisión no había sido casual.

Al salir de la iglesia fuimos rápidamente hasta nuestro auto para llegar cuanto antes a casa, donde nos esperaban los abuelos de Tomás para la cena de Nochebuena. Iba a poner el motor en marcha cuando Tomás salío de su mutismo y me dijo: "Mira papá, ese pobre perrito, ¡qué flaco está!". Miré hacía donde me señalaba mi hijo y reconocí al cachorro por su inconfundible mancha negra. "Pero si es Pulquete, el cachorro que tiraron a la calle desde un auto. ¿Te acuerdas que te lo conté? Fue antes de que se perdiera Budy. Qué desmejorado está, pobrecito".

"Mira como nos mira papi, como si quisiera venir con nosotros...". "No Tomás..., no podemos". "Quiero acariciarlo papá, por favor. ¡Ven perrito!". Yo sabía que si Tomás acariciaba a ese cachorro tendríamos que llevarlo a nuestra casa. ¿Pero cómo negarle ese gesto de ternura después de lo que había sufrido?. Nos miramos resignadamente mi esposa y yo, y asentimos en silencio. Tomás bajó del auto y acarició efusivamente al cachorro. Había que ver a Pulquete, estaba loco de alegría, movía la cola, le lamía las manos y la cara, saltaba feliz, se tiraba panza arriba.

"Papá, está hambriento, tenemos que darle de comer". "Está bien, súbelo al auto que lo llevaremos a casa". Tomás, entusiasmado y feliz como no lo habíamos visto en semanas, trató de inducir al cachorro a que subiera. Pero para nuestra sorpresa, Pulquete no avanzó, se quedó parado expectante. Tomás insistió en llamarlo, pero el perrito, lejos de subir al auto amagó con alejarse. Se puso a ladrarnos como si quisiera decirnos algo. Se alejaba de nosotros, se detenía y nos ladraba. Su comportamiento era muy extraño. Tomás intentó agarrarlo pero apenas se le acercó, el cachorro corrió para volver a detenerse y a ladrarnos varios metros adelante. Tomás quería ir tras él, pero se nos hacía tarde y no podíamos perder tiempo en los caprichos de un perro desconocido.

"Déjalo Tomás, es muy tarde, vamos a casa"."¡Papá, por favor!". "Sube, vamos a casa, está claro que no quiere venir con nosotros". Puse el motor en marcha y Tomás se puso a llorar. Pulquete había vuelto a correr y ya había doblado la esquina.

Lo que sucedió a continuación todavía hoy nos emociona y no lo vamos a olvidar en nuestras vidas. El motor del auto se detuvo inexplicablemente y no hubo forma de hacerlo arrancar. “¿Qué pasó? -me dije inquieto-, ¿se habrá ahogado? Sí, seguro... bueno, paciencia, tendremos que esperar un poco”. Tomás lloraba en el asiento trasero y noté que mi esposa, con la cara vuelta hacia la ventanilla, también dejaba correr algunas lágrimas silenciosas. En eso oímos unos ladridos familiares. "¡Papá, papá!" gritó Tomás, "¡Mira! ¿Ese no es Budy?". "¡Por el amor de Dios, sí, es Budy, es Budy!" exclamó mi esposa. ¡Era Budy! Había reconocido el automóvil y venía corriendo desde la esquina a toda velocidad, y detrás de él, ladrando entusiasmado, venía Pulquete, el cachorro abandonado que no quiso abandonar a su amigo y por eso había tratado de hacernos entender que debíamos esperarlo hasta que él lo fuera a buscar.

¿Y adivinen qué pasó cuando los dos perros estaban ya dentro de nuestro automóvil y todos llorábamos y reíamos de alegría?: el motor arrancó apenas giré la llave. Fue como si algún ángel de Navidad, un ángel tal vez de los animales, ¿por qué no?, hubiera dicho con una dulce sonrisa: “Bueno, ahora sí se pueden ir todos a casa a celebrar la Nochebuena".



Autor:
Desconocido

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